Durante mucho tiempo se creyó que era necesario gestionar a las personas como máquinas, el trabajo extremadamente estandarizado, los procedimientos minuciosamente descritos, las actividades desglosadas a un nivel tan micro que cada persona no era más que un pequeño engranaje dentro de un sistema mayor. Charles Chaplin ejemplificó bien este modelo de gestión en el clásico Tiempos modernos, la crítica era simple: las personas no son máquinas, y no deben ser tratadas como tales.
Esta crítica tuvo su efecto, sobre todo en un mundo marcado por la posguerra, que tenía que pensar qué hacer con toda la maquinaria y los productos industriales de un conflicto armado que ahora ya no tenían demanda en el mercado. A ello se añade la necesidad de recrear una infraestructura moderna en los países devastados por la guerra. Ya no tenía sentido decir que las personas eran máquinas; se desechaban del mismo modo que los proyectiles que aniquilaban ciudades enteras. La dirección debería entonces valorar a sus miembros, y surgió la idea de que los trabajadores son "los activos más importantes de la organización".
Esta idea se basaba en la pirámide de necesidades de Maslow, quien estudiando las aberturas y los espacios de ventilación en la planta de la fábrica acabó descubriendo que el comportamiento humano estaba vinculado a la forma en que se satisfacían sus necesidades. Así, las fábricas empezaron a tener ventanas abiertas, iluminación natural y los trabajadores empezaron a tener autonomía sobre el trabajo que se realizaba, la dirección empezó entonces a fijarse sólo en unos pocos indicadores clave.
Lo cierto es que algunas experiencias centradas en el bienestar del trabajador comenzaron mucho antes, la fábrica Van Nelle de Rotterdam es un buen ejemplo de que esta preocupación ya estaba presente, de forma visionaria, en 1925 en una mera fábrica de Café, Té y Tabaco. La fábrica (en la portada) es un ejemplo de la preocupación de la dirección por el bienestar de sus empleados, razones que la llevaron a convertirse en patrimonio de la Unesco.
Aunque es un paso en la buena dirección, el problema de estos dos modelos es que simplifican a las personas, el primero como máquinas, el segundo como activos. La simplificación se produjo porque comprender la complejidad de la naturaleza humana resultaba sencillamente aburrido para cualquier modelo de gestión, que entonces prefirió optar por simplificar el escenario, abusar de supuestos y restricciones, y tratar de ver sólo un lado de la historia.
La revolución digital aportó un nuevo cociente a las variables que intervienen en la gestión, que pasó a contar con tanta información nueva, y que llega cada vez a un ritmo más acelerado, que se hizo sencillamente imposible gestionar cualquier sistema mediante simplificaciones. La respuesta a lo complejo ya no es la simplificación del sistema, ni la resistencia al cambio, sino la capacidad de aceptarlo y crecer con él.
Aquí es donde surge la idea de que en realidad no queremos gestionar personas, sino el sistema, que es la base de la Gestión 3.0. Al igual que varias prácticas de agilidad, la Gestión 3.0 no pretende simplificar lo complejo, sino abarcarlo. Comprender que los trabajadores llevan al lugar de trabajo su carga emocional de problemas personales y familiares, que tienen sus sueños y ambiciones independientemente de la organización para la que trabajan, que tienen capacidad para organizar su propio trabajo y ejecutarlo sin supervisión.
El management 3.0 busca entender a las personas por lo que son: personas, y es entendiendo a las personas como empezamos a entender un poco lo que es el sistema, y en lugar de buscar controlar los indicadores clave de un sistema, el management 3.0 busca darle al sistema las herramientas que necesita para autogestionarse: radiadores de información, aprendizaje permanente, feedback constante, estructuras flexibles y multidisciplinares, estimulación de motivaciones intrínsecas y extrínsecas, y tantas otras prácticas que tienen un único objetivo: gestionar el sistema, no a las personas.
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